La intrínseca forma de acción. Parte 1.

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-Eh, Roberto, me ha parecido ver un oasis allí… - Andrés señalaba al horizonte mientras se tapaba el sol con la otra mano.

-Es otro espejismo. –A Roberto no le hizo falta girarse para comprobarlo . Ya llevaban 3 espejismos desde que el coche tuvo una avería y tuvieron que andar a su suerte por el desierto dejado de la mano de Dios. El calor poco a poco les secaba el cerebro y las ganas de moverse, les deshidrataba y les ofrecía falsas esperanzas, pero no tenían otra alternativa que seguir avanzando.

-Creo que por aquí llegaremos al pueblo que decía el mapa, estoy seguro. – Dijo Roberto mirando hacia delante.

-¿Crees o estás seguro? – Andrés conservaba esperanzas, las suficientes para mantener algo de calma, pero empezaba a desconfiar de su destino.

Paso tras paso, dejando atrás las marcas de la agonía, siguieron obcecados su camino sin mediar palabra alguna, con la camisa simulando un improvisado turbante para resguardarse del traicionero sol. Y piedras , sólo piedras, de distintos tamaños, pues la arena no deja de ser un conjunto de piedras, era lo que se encontraba ante sus ojos, un paisaje amarillo, naranja, marrón y elevando la vista hacia lo alto para ver un gran cielo azul y una perla brillante que permanecía alejada y expectante, moviéndose lenta, muy lentamente, consciente de su papel.

-Roberto, ¿Alguna vez pensaste que podrías morir en un desierto?

Roberto no respondió, se mantenía unos pasos por delante, sin mostrar demasiadas señales de cansancio.

-Creo que deberíamos empezar a considerar…- Roberto se paró en seco, Andrés frenó sorprendido.

-No bromees con esto.

-Eh… tienes razón.- Dijo finalmente Andrés, después de observar su reacción. Prefería tener al menos el paseo tranquilo, aunque fuera a costa de esconder su opinión. Sin embargo la idea cada vez comía más terreno en su cabeza.

Lo último que necesito ahora es arrastrar a un quejumbroso. Pensó Roberto, y siguió resignado retomando sus pasos, tras exhalar aire por la nariz.

La temperatura se elevaba por segundos, a los ojos de los dos, incluso el calor se hacía visible, otro espejismo, pensaron a la vez sin saberlo, notando cómo se evaporaba cada gota de líquido que había en sus cuerpos, haciéndolos temer por una deshidratación

-Oye, ¿Realmente crees en los oasis? – Soltó al aire Andrés, sin demasiadas esperanzas de recibir respuesta.

-Sólo los he oído nombrar en cuentos, nunca esperaba la oportunidad de tener que encontrar uno.

-Ya… - No sé para qué pregunto. Se dijo para si mismo Andrés, cabizbajo, acumulando rabia por toda la situación. Su amigo Roberto, con el que hace un rato charlaba alegremente en el coche sobre la forma tan curiosa de la carretera en el mapa, ha sacado a relucir su peor cara. Por una correa de motor.

Eso es lo que encaja los engranajes de la ilusión y la desesperación, una correa de motor, frágil y sucia, rompible en cualquier momento por la fricción y la fuerza del destino. Roberto en ese instante era un desconocido, un interrogante en la mente de Andrés. Se dice que es en las peores condiciones donde las personas sacan a relucir sus verdadero rostro, y Andrés empezaba a comprender el dicho. Impasibles seguían caminando uno detrás del otro, acompañados por las sombras de los carroñeros que volaban en círculos a unos cuantos metros sobre sus cabezas.

-Oye, Roberto.

Unos segundos de silencio hicieron esperar su respuesta.

-Qué.

-No llegaremos a ningún lado.

Roberto se dio la vuelta al instante, le miraba enfadado, ésta vez no se hizo esperar.

-Me estoy empezando a cansar de tus lloros.- Le dijo abiertamente.

-¡Es la puta realidad, llevamos horas andando y hemos llegado a ninguna parte!- Le contestó Andrés desatando su nerviosismo. –Y a este paso no lo haremos.

-Es que eres un impaciente… tú no cambiarás.

-No me vengas ahora con tus sermones de padre reprimido, que te conozco. –La violencia verbal estaba empezando a cobrar forma en la conversación, sin embargo no llegaría a mayores, porque sólo guardaban fuerzas para caminar.

-Aprende a aceptar los hechos Roberto, así al menos no sufrirás tanto.

Roberto se mantuvo en silencio mirándolo unos pocos segundos, entonces comenzó a andar hacia él, mientras éste lo observaba confundido pues no esperaba aquella reacción. Cuando estuvo frente a frente se paró, abrió sus ojos y cogió aire apretando sus nudillos. En ese momento Andrés reaccionó.

-¡Aquello!- Lo apartó a un lado y señaló algo en dirección noroeste. Un pequeño punto que no era lo suficientemente pequeño para no ser visto por nadie, ni lo suficientemente grande para lo contrario. Los dos anduvieron hacia él sin mediar palabra, ésta vez en orden contrario, porque Andrés parecía haber recobrado una gran parte de sus energías con aquel descubrimiento de su propia mano. Aquella mancha que parecía un grano de café fue cobrando forma poco a poco, se formaron paredes de piedra de montaña y le creció un techo uniforme de color oscuro. Se formó un patio vallado en torno a ella, escuetamente lleno de cultivos, y fue ganando en detalles como adornos árabes en la puerta o el asiento a varios metros de la entrada, pegado a la pared, cuando ya se encontraron cerca de la casa. Era una casa que no tenía una estética árabe aunque tuviera ciertos detalles que la identificaban, como podría ser la casa de un exiliado.

Se acercaron los dos hacia la puerta, ligeramente abierta. Andrés primero, no se demoró en llamar a ella.

-¿Hola? ¿Hay alguien? – Dijo mientras aporreaba la puerta. Roberto pensaba que era una idiotez preguntar en su idioma porque era muy improbable el entendimiento, pero aun así lo dejó estar.

-Vamos dentro.

Andrés entró en la casa, seguido de un inseguro Roberto que observaba todo a su alrededor.

-¿Ahalan…?- Un pequeño hilo de voz surgió de los cimientos que dejó quietos a Roberto y Andrés en la entrada. Un rostro salió de su escondite, un rostro de mujer, fino, oscuro, de largo y sedoso pelo negro que recogía detrás de sus orejas.

-¿Alaspania? – Volvió a hablar con suave tono.

-Nosotros no sabemos… esto… - Andrés intentaba acabar de expresarse mediante señales que obviamente no darían resultado pero no podía evitar hacer.

-Ah, español, lo hablo un poco. – Sonrió la muchacha. - ¿Viajeros?

-Eh, sí, hemos tenido un problema con el coche, se ha estropeado, sólo queremos algo de agua. – Andrés se expresaba deprisa, exhausto pero contento.

-Por aquí. – Dijo antes de darse la vuelta y empezar a caminar a través del pasillo. Ellos la seguían silenciosamente uno detrás del otro, observando la belleza de aquella casa. Bellísimas alfombras con dibujos por todos los suelos, algunas también colgadas por el techo, infinidad de lámparas, grandes, lujosas mesas bajas, puertas con forma de arco, todo bajo un estampado blanco de pintura que lo hacía más pulcro. Avanzaron y llegaron a la cocina, en la que se hallaba un aljibe. Fue la chica hasta él, y cogió el cubo para sacar agua.

-¿Puedo saber vuestros nombres? El mío es Fátima. – Dijo mientras introducía el cubo en el agujero.

-Yo soy Andrés, él es Roberto.

-¿Por qué él no habla?

-Él está… -Andrés le dio un codazo en el brazo buscando reacción.

-Ah, perdón. Muchas gracias por todo.

-No hay de qué, no tengo por qué privar de ayuda a quien la necesita. – Sacó el cubo y lo dejó encima de la mesa, para acto seguido sacar dos vasos de cristal de un armario. Les dio uno a cada uno y tomaron el agua.

-Buscábamos un pueblo para encontrar una correa y arreglar nuestro coche. – Dijo Andrés después de acabar con su vaso bajo la atenta mirada de Fátima.

-Son unas cuantas horas para el pueblo, pocas, es dirección norte. – Señaló hacia la pared de la derecha. Al menos no íbamos muy desencaminados. Pensó Roberto, el cual se dedicaba solamente a observar y analizar. –El día es corto ahora y no queda mucho tiempo para fría noche, es mejor que esperéis aquí hasta mañana, puedo hacer cena para los tres.

La oferta cogió por sorpresa a los dos, que se miraron extrañados, esperando una respuesta el uno del otro.

-No hace falta que… - se anticipó esta vez Roberto.

-Si es por mí no es problema, y sí, hace falta si no queréis terminar vuestros días perdidos y helados en la noche de un desierto.

-Te lo agradecemos mucho. – Contestó Andrés. Y en el fondo resultaron contentos, pues habían conseguido cobijo y comida por la bondad de una mujer.

Pasó Fátima después a enseñarles sus habitaciones, dispuestas una enfrente de la otra, y de paso enseñarles el resto de la casa y saciar su curiosidad. Salieron de la cocina y les enseñó su propia habitación, que estaba a la derecha, en la que además de haber todo tipo de adornos como cuadros con elefantes o gaviotas pintados al óleo o figuras de madera oscura, se hallaba en medio una amplia cama en la que descansaban varias sábanas de colores cálidos. Salieron y siguieron el pasillo que llevaba de vuelta a la entrada pasando por una pequeña sala de estar amueblada con cojines y una mesita baja de madera, y llegando al salón que estaba situado justo al pasar la entrada. En el salón habían dos partes, en una había una gran vitrina de cristal repleta de jarras y vasos de vidrio, sillas y una mesa alta, y en la otra habían sillones y una mesita parecidos a los de la sala de estar. Pasaron al siguiente pasillo, tan sólo accesible desde el salón tras el que seguía una puerta entrecerrada.

-Esto es un cuarto que uso como almacén, no hay nada interesante dentro. – El cuarto llamó la atención de Roberto, que se vio tentado a mirar tras la rendija en el momento en que los dos se giraron, para observar varios objetos de madera rodeados de polvo, inidentificables, y un pequeño objeto que emitió un ligero brillo al verse reflejada la poca luz que pasó de las ventanas cerradas. Se giró y siguió a sus acompañantes para continuar con la visita guiada.

-Estas son vuestras habitaciones. – Mencionó mientras sonreía y les cedía el paso. Una frente la otra, como si se tratase del reflejo de un espejo, las dos habitaciones idénticas parecían esperar la llegada de los dos amigos que con su mal destino acabaron allí.

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