La muerte descansaba, tumbada, rodeada de un círculo de hierba negra, muerta, mugrienta, mirando el cielo rojo que sus ojos veían, esperando a la nada sin ningún compromiso de vuelta. Efusivamente callada, cautelosamente llamativa, sostenía su cabeza con una mano y dejaba fluir al universo. En cierto momento se permitió alimentar la curiosidad al percibir un movimiento en un punto de su amplia vista y se dio el lujo de moverse, el cual estaba atado a su propia pereza. En aquel vistazo vislumbró a la belleza, portadora de todos los encantos que sabía que tenían entrada pero no salida, que encandilaban, embrollaban y te perdían para no encontrarte, e incluso ella, la muerte, se permitió un punto flaco. Se acercó a la belleza, y la miró, encontrando la belleza incluso en ella misma.
-Tú eres la muerte, portadora de la desgracia. Algo en ti me atrae. – Confesó la belleza.
-No hay necesidad de nombrarte, pues tú eres conocida también por todos. El mundo entero te alaba, yo siempre rehusé de ti, porque no me sirves. Pero la tentación me gana la batalla ahora mismo y quiero andar contigo.
Los dos caminaron junto al río de aguas negras, al paso de la belleza nacían flores que marchitaban al contacto de la muerte. La belleza estaba encandilada de su nueva compañera, en la que veía el misterio y el morbo que nunca tuvo, mientras que la muerte encontró en ella el escape de su existencia. La belleza le pidió que le diera la mano, porque quería sentir la muerte cerca, pero se negó, ya que sabía que ello la mataría y no quería perderla, así que continuaron, una cerca de la otra hablando, preguntándose sobre los temas de los que nunca tuvieron valor de pensar, saciando toda su curiosidad dando abandono a sus principios.
Los días pasaron, la belleza dejó de ser tan bella y la muerte tan oscura. La primera adquirió tintes rojos en su ser violeta, olvidó su pasión y abrió la senda de la decadencia para dejarla fluir a cuentagotas. La muerte dejó empezó a desprenderse de sí misma, se sorprendía a veces sintiendo necesidad de ver a la belleza, notó que la niebla negra de la que se formaba empezaba a cobrar forma, que en condiciones normales nunca dejaría avanzar.
Cierto día, la belleza y la muerte acudieron a su encuentro en la plaza blanca, la belleza vino envuelta en seda de color rojo oscuro, tan solo dejando ver de ella los ojos que devolvían a quien osara mirarla a su dueño, sabiendo que no sería la muerte, quien ya no podía hacerlo por el mínimo miedo a dañarla. 3 pasos de distancia, llenos de palabras, vacíos de miradas y repletos de consistente sentimiento. Avanzaron guiados por los perdidos pero encontrados pies de la belleza hasta el puente del río negro, cerca del lugar de la muerte, donde se vieron por primera vez.
-No puedo más, sabes que voy a hacerlo y que no podrás detenerme. – Espetó la belleza.
-No puedo detenerte porque el vicio fluye por tus venas aún sabiendo cual será tu destino. Maldigo a mi ser por dejar entrar la sangre negra en ti.
La belleza avanzó con 2 cortos e interminables pasos y se fundió con la niebla de la muerte en un oscuro beso del cual sabía que no podría salir. Porque nadie puede recibir el beso de la muerte y salir airoso. La belleza, desapareció con los ojos cerrados. Entonces la muerte sintió todos los pesares de su oficio en su espalda, sintió toda la pena del mundo, encontró el significado de la pérdida y quiso haberlo perdido también. Corriendo bajó hasta el cauce del río y se miró en el reflejo. Se odió intensamente. Tanto que intentó acabar consigo mismo, apretó su propio cuello con ambas manos, pero ironías del destino, eso le hizo sentirse más viva. Observando el reflejo en el negro agua, no podía dejar seguir con su existencia a aquella que acabó con la de la su amada, la belleza, y sin darse tiempo a pensarlo se tiró al río.
Envuelta en un aura de descanso, la muerte flotó dormida por el cauce del río, hasta que frenó en una orilla de arena muerta. “Descansa aquí, querida muerte, pues he tenido que hacerte pasar este mal trago a mi pesar. No puedo dejar que nadie más bello que yo se refleje en mí, porque soy muy soberbio, y aunque tenga que hacer algunos sacrificios se tienen que acarrear las consecuencias. Sé que tú no me conoces porque nunca has tenido que tratar con los de mi especie, para tu suerte, pero ya has podido comprobar lo que podemos hacer. Procura tener más cuidado para la próxima vez, si es que la hay.”
Y todo volvió a su sitio.
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