El camino asociado.

|
El hombre le dio una patada a la silla, y la soga que colgaba de la viga del techo hizo su trabajo, abrazó su cuello con inanimado cariño, rompió tendones y hueso, como el favor que el hombre le había pedido. Aquella soga fue comprada hace exactamente cinco meses y había estado almacenada ocupando veinticinco centímetros en el tercer cajón de la mesita de su habitación, en el espacio de la derecha, el hombre era un animal de fuertes costumbres, era un hombre de asociaciones. Él no podía cambiar de camino al volver del trabajo, si la acera estaba demasiado transitada, esperaba a que la gente pasara de largo y la recorría para llegar a su destino. Nunca conoció mujeres en fiestas, porque acostumbraba a quedar sentado frente al ponche y servirlo al que lo pedía (fue un favor pedido en sus tiempos de estudiante) y nunca había salido a bailar, ni se le ocurría. Sólo poseía un disco de vinilo en su colección, que reproducía todos los viernes al volver del trabajo y después de preparar el baño para pasar un rato bajo el agua caliente en la bañera (veinte grados). Él Asociaba, desde el primer momento, todo lo que hacía. Trabajo a casa, casa a descanso, descanso a comida. Le aterraban los cambios, tenía pesadillas con ellos, llegó a llorar con sorpresas, fueran buenas o malas. El por qué, no lo sabía. Quizás, su mente estuviese mal configurada, o estropeada. A lo único que el hombre temía de verdad era a la muerte, la muerte era la única que llegaría a tener control sobre él, él sería una asociación para ella. No podía esperar tranquilo a que llegara, la odiaba, rompía los libros donde la nombraban, apagaba la televisión en los informativos. Siempre apagaba la televisión en los informativos. Siempre intentaba trazar planes para burlar la muerte, cinco minutos después del almuerzo. La muerte era un enemigo de todos sus conocidos, algunos de ellos ya sucumbieron, él nunca lloró porque la rabia le cegaba.
Un día, tuvo una idea, no dejaría que la muerte le controlara... controlándola a ella. Rompió una costumbre, la de correr un rato antes de cenar, un jueves, y compró una soga que estuvo cinco meses en el tercer cajón de su mesita, ocupando veinticinco centímetros en el espacio de la derecha.
Pero, una vez que él ya no pudo comprenderlo, la muerte se adueñó de él, siguiendo su costumbre, asociando su nombre a su camino, como ella había esperado desde el momento en que lo vio nacer.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores